ELÍAS RODRÍGUEZ VALDELVIRA
3º Clasificado
Una persona totalmente pálida se encuentra en soledad, no emite ningún color más allá de
un gris monótono por todo su cuerpo, ni siquiera es capaz de proyectar
una sombra pues ningún rayo de sol roza mínimamente su piel. Quizás la falta de compañía
haya hecho que pierda su color o a lo mejor había sido en el orden opuesto... Pero eso ya
no importa, nada importa... Y es que su palidez exterior también es un reflejo de su interior
descolorido.
Había estado tanto tiempo en aquella prisión de madera que se había acostumbrado a ella,
al peso de la tela encima de su cuerpo, a los pinchazos de las perchas
metálicas, al tacto rugoso de las tablas remachadas y al frío de los clavos que las unían.
Pero sobretodo a la protección de la oscuridad, pues nadie sabía de su existencia ya que no
dejaba que nada traspasase la madera.
Hasta que una luz tenue entró por una rendija.
Su primera reacción fue intentar tapar el agujero con mentiras y vacilaciones, pero la luz
daba siempre con la manera de entrar. El miedo entonces le instigó a huir,
pero notó por primera vez todo el peso que cargaba, además no existía lugar al que ir
dentro de aquel habitáculo con infinitas limitaciones. El destello iba en aumento
y ocupaba cada vez más espacio, disminuyendo así su comodidad en la penumbra.
Entonces el haz de luz, cargado de promesas, calidez y cariño, se posó en su mano.
Sintió calor allí donde la piel de su mano emitía color de nuevo. Se había acostumbrado
tanto a su lóbrega situación que no pensó que fuera posible recuperar su vida.
Por primera vez en mucho tiempo sintió que podría volver a ser como era antes, lo cual era
aterrador, ya que quien no tiene esperanza no tiene nada que perder.
Y la luz que estaba iluminando la estancia irradiaba una esperanza desmedida.
Empezó a sentir la misma sensación en su otra mano y notó cómo se iba incorporando
lentamente gracias a ese rayo de luz. Cuando quiso darse cuenta ya estaba de pie, con
piernas temblorosas. Pero extrañamente le aturdía un sentimiento de seguridad,
acompañado por una fuerza que hacía mucho que no se manifestaba en su cuerpo, la cual
le hizo posible quitarse todo el peso que había ido acumulando durante tanto tiempo.
Nada de este proceso ocurrió con miedo, sigilo o cautela. Fue como un estruendo que hizo
temblar todo a su paso para que todos se enteraran, fue una revolución, y así tendría que
ser siempre pensó para sí.
Cuando salió se sentía libre, fuerte y más feliz que en mucho tiempo, todo brillaba. Y se dio
cuenta que toda esa luz venía de su propio cuerpo, luces cegadoras esparciéndose por
todos lados con todos los colores del arco iris.
Al darse la vuelta para observar por última vez a modo de despedida la prisión en la que
había estado, se fijó que no solo estaba la suya, sino miles y miles de celdas iguales
bañadas por oscuridad con personas igual de descoloridas, era su turno de ayudar.
El camino es largo y difícil, pero con una bonita luz al final.