ROBERTO ZARAGOZA CABRERA
2º Clasificado
─ ¿Cómo te encuentras esta mañana Juan?
─ Vete a tomar por culo.
Aquella contestación era la habitual desde hacía ya muchos meses, pero a Fernando
no le ofendía. Al fin y al cabo entendía que quien la pronunciaba ya no estaba en sus
cabales, y además le mandaba a un lugar al que ya le gustaría ir más de lo que en
realidad podía hacerlo.
Había entrado en aquella casa ajena con su propio juego de llaves, y antes de su
saludo mal contestado, había dejado un par de bolsas en la cocina. El piso de Juan
era un tercero sin ascensor, un tercio de una antigua vivienda dividida hacía al menos
cuatro décadas. Los años pasaban por ella como por la piel de Juan, el inquilino.
Tenía desperfectos importantes, pero con todo más o menos en su sitio. De la limpieza
y de aquel aparente orden se encargaba casi siempre su compañera Inés.
De camino al baño, con las toallas limpias bajo el brazo, vio que de nuevo aquella foto
enmarcada estaba en el suelo. La recogió, y dándole la vuelta, observó aquellos
cuatro ojos destellantes de felicidad. Juan y Pepe, dos hombres ya cincuentones, que,
tras muchos años de relación, por fin aparecían retratados con las manos unidas en
una celebración familiar. Juan le había explicado esa historia. La fotografía se había
hecho hacía mucho tiempo, durante la boda de la hija de Pepe.
Con un traje gris oscuro, corbata azul marino, y un ramillete de azucenas en la solapa,
estaba muy atractivo. A su lado Juan sonreía, tomando la mano de su amado, y
mirándolo de reojo, dejando a las claras lo enamorado que estaba.
Colocó la fotografía en su lugar, un pequeño mueble del pasillo, y comenzó a preparar
el baño.
─ Juan, es hora del aseo. Vamos, que hoy no te escapas.
─ Ya está el diablo fastidiando, si ya me duchaste ayer, jodido.
Sabía que no era cierto, pero volvió a guardar silencio. Habían pasado ya dos días
desde la última vez que lo metió en la ducha y lo afeitó, y por el olor a pis que notó
cuando le ayudó a levantarse del sillón, la visita a la bañera era bastante necesaria.
Ya entre azulejos le ayudó a desvestirse antes del dolorido e insultado momento de
salvar la pared de la bañera. Una vez dentro lo sentó en aquella silla especial que
había llevado la asociación, y tras esperar la templanza del agua, comenzó a derramar
el tibio líquido por aquel arrugado cuerpo.
En aquellos momentos de trabajo sistemático Fernando solía dejar volar los
pensamientos. Y muchas veces, como hoy, terminaba poniéndose en el lugar de Juan.
Se imaginaba veinte o treinta años más tarde, todavía solo, y teniendo que ser cuidado
por manos ajenas. Al menos él tenía tres hermanas que seguramente se acordarían
de su existencia. Juan no tenía a nadie. A nadie que quisiera saber nada de él. Ni
siquiera estaba seguro si sus hermanos vivirían a esas alturas. No los había vuelto a
ver desde que su padre lo echó de casa por maricón. No los vio en ninguno de los
entierros de sus padres. No le dieron noticia. Se había venido a Madrid con lo puesto,
con las miradas de odio de sus hermanos y las lágrimas y el silencio de su madre
como único equipaje.
Aquellos primeros años en la capital vivió en pensiones, casas de ligues o amigas, e
incluso pasó alguna noche en el metro, esperando algún trabajo que le permitiera
regresar a la pensión, confiando en no terminar detenido o, peor todavía, en urgencias
por las consecuencias de alguna paliza.
─ Cierra los ojos, no quiero que te entre champú mientras te aclaro el pelo.
Cierra esos vivos ojos Juan, pensaba el cuidador, esos ojos de listo sin estudios, que
reflejan toda una vida de recuerdos que poco a poco se van borrando. Sin formación,
sin contactos, con el estigma de ser homosexual y ni querer ni poder disimularlo, en
una época en la que ser gay y tener una enfermedad mortal iban en el mismo paquete.
No lo debiste tener fácil.
Hacía meses, en ciertos momentos de compañía y de lucidez, le había relatado sus
aventuras en aquellos trabajos mal pagados y peor mirados. Friegaplatos, vendedor
ambulante ilegal, limpiador de cuartos oscuros, bares y discotecas, mozo de almacén,
contrabandista de tabaco, e incluso repartidor de cartones de bingo. Nada que le
reportara una mínima satisfacción y un dinero que no se viera obligado a usar para
subsistir.
Pepe fue su salvación. Así relataba el inicio de la relación con el que sería su
compañero de vida durante muchos años. Casado porque era lo que tocaba, con dos
hijas pequeñas y una esposa que nunca lo perdonó, abandonó aquella vida impuesta
después de mucho sexo clandestino y un flechazo con uno de aquellos hombres que
satisfacían sus impulsos, un Juan que pasó primero a ser consuelo habitual y más
tarde compañero de todas las cosas, paño de lágrimas cuando la despechada esposa
negó cualquier relación con las hijas, y eje indispensable en los años que le quedaban
por vivir.
Fernando terminó de secar a Juan, lo vistió con la ropa limpia que había traído en las
bolsas, y lo afeitó antes de devolverlo al sillón.
─ Me tenéis muerto de hambre, llevo dos días en ayunas, ¿no os da vergüenza?
El cuidador, paciente, volvió a callar. No dudaba que a lo largo de su vida no hubiera
pasado hambre, pero ahora el servicio de ayuda a domicilio le traía comida y cena, e
Inés, y algunos días el propio Fernando, se encargaban del desayuno. Sabía que a
Juan siempre le había encantado cocinar. También sabía que, desde que comenzó a
vivir con Pepe siempre se encargó de la cocina. En realidad, no solo de la cocina,
también de la compra, de la ropa, de la limpieza, de acordarse de las fechas
señaladas, de convencer a Pepe para recuperar el contacto con sus hijas, de
permanecer invisible en determinados ambientes laborales de su pareja. Una vida
entregada al amor de su vida. Ninguno de los dos gastaba demasiado dinero. No eran
caprichosos. Vivían en la casa que Pepe había heredado tras el fallecimiento de sus
padres, y, con su sueldo de mancebo de farmacia, ambos vivían de forma más o
menos holgada.
Fernando desconocía donde estaba aquella casa en la que la pareja consumaría
tantas intimidades. Ahora Juan vivía de alquiler. Y utilizaba de forma íntegra su
pensión no contributiva en pagar la renta, más baja de lo habitual gracias a la amistad
y generosidad de la propietaria. Había tenido que salir del domicilio familiar, una vez
más, casi con lo puesto. Las hijas, legítimas propietarias, le habían conminado a salir
antes de que ni siquiera Pepe hubiera recibido sepultura. Se quedó solo, sin un techo
donde cobijarse, con una mínima pensión, y tantos años como palos había llevado en
la vida.
─ Ya está aquí la comida. Voy a abrir.
─ Seguro que hoy también traen sopa.
Fernando se levantó hacia el telefonillo con una sonrisa dibujada en el rostro. Le
encantaban esos momentos de lucidez que tenía el anciano. Cada vez eran más
escasos. Admiraba la entereza de aquel hombre que se había sobrepuesto a tantas
heridas. Entró a aquella vivienda de nuevo desgarrado, y ya con dificultades físicas
para vivir como le gustaría hacerlo. Necesitaba ayuda entonces, y conforme pasaban
los días, las piernas y la mente flaqueaban cada vez más. En ese momento llegó el
aviso a la asociación.
─ ¿Te hago un café Juan?
No pudo ir a una residencia. Todavía estaba en lista de espera para conseguir plaza
en un centro público, y sus ingresos y el estado de su cuenta corriente le habían
impedido optar a una privada. Por eso seguía entre aquellas paredes, solo, y a la vez
acompañado por aquellas caritativas manos que cuidaban de él. La propietaria de la
vivienda tampoco podía prestarle más ayuda que la de permitirle esa renta tan baja,
pero dio aviso a servicios sociales cuando entendió que Juan no podría ya valerse por
sí mismo. Valoraciones, entrevistas, papeleos, y por fin una mínima respuesta, unas
horas de trabajadora social y comidas a domicilio que no eran suficientes. Un aviso a
la asociación puso la maquinaria en marcha. Con sus escasos recursos
complementarían ese necesario auxilio.
─ Vamos a la cama, Juan, que una siesta no te vendrá mal.
─ Prefiero quedarme aquí, joder.
Pese a las quejas, Fernando desvistió a Juan y lo ayudó a meterse en la cama. Un par
de horas de descanso también para el cuidador, que regresaría a casa a comer, poner
una lavadora y comprobar que tampoco a él le esperaban. Lo que no sabía en ese
momento es que ya no tendría que levantar a Juan a su regreso, ni darle la cena, ni
volverlo a acostar. Aquella tarde Juan dejó de sufrir, de intentar recordar cosas que su
mente le obligaba a olvidar, de necesitar una ayuda que él tanto había regalado a lo
largo de su vida. Dejó de respirar. Dejó de estar solo.